Las palabras están cargadas de sentimientos.
Honor, palabra muy vieja derivada del latín, palabra que desempeñó gran papel durante la Edad Media, palabra que ha traducido con fuerzas los sentimientos de los hombres de la Edad Media durante años.
Patria, palabra mucho más reciente, palabra de formación sabia, palabra del siglo XVI, que no empezó a tomar su verdadero sentido lentamente entre las élites; que durante mucho tiempo conservó un carácter de palabra de sabios… Y que sólo adquirió un sentido más fuerte, más rico, más extenso en el siglo XIX, al apoyarse en la realidad de la nación. (Lucien Fevbre, Lección II, Collage de France, 1945-1946)
"El general don José Miguel Carrera era un hombre de estatura más que regular, delgado de cuerpo, color blanco, de mirar tierno y penetrante, nariz grande, tenía la boca casi siempre entreabierta, al hablar mostraba sus blancos y bien conservados dientes, algo grandes; en su frente espaciosa y elevada se notaba a ambos lados dos prominencias pronunciadas y la cabeza desde allí se elevaba como un globo; un observador inteligente que hubiese conocido el sistema del doctor Gall, hubiese podido estudiar en aquella cabeza, que revelaba tanta inteligencia, y en efecto, ese hombre era una de las capacidades de América. Poseía en grado superior el don de la palabra, el don de gente y una seducción irresistible, no se podía hablar cuatro minutos con el general Carrera sin ser su amigo. Hasta su voz era notable, daba a sus palabras una entonación metálica que parecía una campana. Con el tiempo, mientras más traté a ese hombre, más lo admiré, llegué a tomarle fraternal afecto, sobre todo cuando fue desgraciado".
(Manuel Pueyrredón, nieto del general Juan Martín Pueyrredón, Director Supremo de las Provincias del Plata)
José Miguel Carrera, es el Padre de la Patria Republicana, militar profesional. Como presidente de la junta de gobierno y durante su mandato (4 de septiembre de 1811 a 1813) impulsó numerosas obras de adelanto para la nación; promulgó la primera Constitución Política, ("Reglamento Constitucional de 1812), la cual daba a Chile su "Imperium", o sea, la facultad de nombrar y ser gobernado por las autoridades que libremente eligiera; el primer periódico nacional; dispuso que los monasterios tuvieran escuelas de hombres y mujeres; el Instituto Nacional; la formación de la Biblioteca Nacional; El primer diario La Aurora de Chile, el mejoramiento de los hospitales de Santiago, la creación de un Hospital Militar; la primera bandera y escudo nacional; se establecieron industrias de tejidos y el hermoseamiento de la Alameda de las Delicias.
El siguiente texto es de Beatriz Bregoni, historiadora cordobesa. Lo comparto.
La figura de José Miguel Carrera ocupa un lugar controvertido tanto en la historiografía chilena como en la argentina.
Ese lugar sin duda resulta
tributario de una convulsionada vida política dirimida por los avatares de las
revoluciones de independencia de los confines australes del antiguo imperio
español, en la cual la fragilidad de sus éxitos y la contundencia de sus
fracasos despliegan de forma traumática las vicisitudes a las cuales se
enfrentan quienes se proponen asaltar el poder.
Nacido en la antigua capital del reino de Chile, en 1785, en el seno de linajes patricios, José Miguel había ensayado sus primeras armas en defensa del monarca legítimo en la Península y, como tantos otros americanos, emprendió el viaje de regreso a su patria para plegarse a la marea insurgente que envolvía a las principales ciudades de las posesiones españolas en América.
Nacido en la antigua capital del reino de Chile, en 1785, en el seno de linajes patricios, José Miguel había ensayado sus primeras armas en defensa del monarca legítimo en la Península y, como tantos otros americanos, emprendió el viaje de regreso a su patria para plegarse a la marea insurgente que envolvía a las principales ciudades de las posesiones españolas en América.
Convertido luego en cabeza de
la facción más radical del nuevo gobierno chileno, después de sofocado el foco
revolucionario por las fuerzas realistas en Rancagua, José Miguel, junto a
muchos otros, emprendió el camino del exilio a los territorios libres de las
Provincias del Plata.
Entre 1814 y 1821, el otrora caudillo de la revolución
chilena quedó desplazado de la conducción de la guerra de independencia. En ese
lapso, el personaje se incorporó de lleno en el escenario político del Río de la
Plata a partir de alianzas inestables con el propósito de combatir el poder de
los “tiranos” que obstruían su regreso al Chile ya independiente, representado
por la conducción autocrática de Bernardo O’Higgins en Santiago, Juan Martín de Pueyrredón en Buenos Aires y José
de San Martín en Cuyo.
En medio de una enredada
trama de conspiraciones urdida con apoyos chilenos y rioplatenses, que conoce un
punto de inflexión notable en 1818 con el fusilamiento de sus hermanos Juan José
y Luis en Mendoza, capital de la jurisdicción cuyana, y de Manuel Rodríguez en
Chile, para cuando las tropas patriotas habían coronado su éxito en Maipú,
Carrera asiste a una metamorfosis política que lo transforma en el antihéroe de
la epopeya guerrera al convertirse en líder de fuerzas irregulares en la
jurisdicción de las Provincias Unidas del Río de la Plata, cuyas acciones
políticas incluían desde la guerra de guerrillas hasta el asalto y el
saqueo.
El final de José Miguel Carrera podía ser esperable en el contexto del éxito militar obtenido por sus antiguos adversarios en Chile y Lima, y de los gobiernos provinciales aliados que habían integrado la antigua unión, quienes coordinaron una estrategia común con el fin de exterminar su influencia.
El final de José Miguel Carrera podía ser esperable en el contexto del éxito militar obtenido por sus antiguos adversarios en Chile y Lima, y de los gobiernos provinciales aliados que habían integrado la antigua unión, quienes coordinaron una estrategia común con el fin de exterminar su influencia.
El 31 de agosto de 1821, después de perder una batalla con recursos
exiguos en el tórrido paisaje del Norte mendocino, fue conducido ante los
herederos del poder sanmartiniano en Mendoza, quienes dirigieron el juicio
sumario que lo condenó a muerte por alentar la “anarquía” a uno y otro lado de
los Andes.
Al igual que sus hermanos, y en el mismo escenario, el chileno
vestido con su uniforme de húsares pidió morir de pie y con los ojos
descubiertos ante la muchedumbre reunida en la Plaza Mayor. Siete años más
tarde, los restos de José Miguel y de sus hermanos fueron trasladados a Chile
por una comitiva integrada por antiguos compañeros de ruta, con motivo de
dedicarles un homenaje póstumo en la ciudad que los había visto partir en 1814.
Con ese acto público, y en el seno de la convención constituyente, el sector
pipiolo que reunía a algunos de sus partidarios no sólo pretendía saldar la
deuda moral de la independencia, sino también ensayar ese ejercicio necesario de
olvidos y recuerdos destinados a crear el mito fundacional de la nueva
nacionalidad.
José Miguel Carrera dejó testimonio de sus pasiones libertarias en una profusa correspondencia epistolar, numerosos impresos, y un minucioso diario militar dedicado especialmente a registrar su ascenso al poder y las razones de su fracaso político en Chile durante la magra primavera de 1814. Esa suerte de ejercicio autobiográfico, escrito en la penumbra de la derrota, reúne centenares de páginas en las cuales el líder de fortuna trunca describió los pasos que siguió para conquistar la independencia chilena, y las desventuras padecidas a raíz de desinteligencias políticas y las luchas facciosas que, a su juicio, entorpecieron el camino de la emancipación y restauraron el pendón real en Chile hasta 1817.
Esa larga enumeración de aciertos y errores, que aparece encabezada por su foja de servicios y grados militares cosechados en España, altera sin embargo un orden cronológico básico: el primer acontecimiento registrado por el chileno data del 25 de mayo de 1810, cuando aún no había regresado a Santiago y permanecía en la Península enrolado en la guerra contra las tropas napoleónicas. El dato para José Miguel no podía pasar desapercibido de ningún modo a pesar de su ausencia: según las crónicas, en aquellos días de mayo del año diez, el todavía gobernador García Carrasco había detenido a tres notables chilenos por tener evidencias firmes de que estaba todo preparado para formar una junta “para seguir los pasos de Buenos Aires”.
Sin duda se trata de una estrategia narrativa y política fascinante, por medio de la cual José Miguel se incluía de lleno en el proceso político disparado en 1810 y a través de la cual no sólo asociaba, sino que ponía en plano de igualdad los procesos insurgentes de ambos lados de los Andes, pretendía eludir el supuesto retraso de constitución de la primera junta de gobierno en Chile con relación a otros bastiones sudamericanos y justificaba decididamente la necesidad de acciones coordinadas, no de subordinación, en la conducción de la guerra contra los realistas. En otras palabras, la alteración realizada por José Miguel respondía concretamente a las coordenadas de un momento político que modificó de cuajo su posición relativa al interior de las élites revolucionarias, y la de todo un orden social y político destinado a languidecer en beneficio de la nueva legitimidad republicana.
José Miguel Carrera dejó testimonio de sus pasiones libertarias en una profusa correspondencia epistolar, numerosos impresos, y un minucioso diario militar dedicado especialmente a registrar su ascenso al poder y las razones de su fracaso político en Chile durante la magra primavera de 1814. Esa suerte de ejercicio autobiográfico, escrito en la penumbra de la derrota, reúne centenares de páginas en las cuales el líder de fortuna trunca describió los pasos que siguió para conquistar la independencia chilena, y las desventuras padecidas a raíz de desinteligencias políticas y las luchas facciosas que, a su juicio, entorpecieron el camino de la emancipación y restauraron el pendón real en Chile hasta 1817.
Esa larga enumeración de aciertos y errores, que aparece encabezada por su foja de servicios y grados militares cosechados en España, altera sin embargo un orden cronológico básico: el primer acontecimiento registrado por el chileno data del 25 de mayo de 1810, cuando aún no había regresado a Santiago y permanecía en la Península enrolado en la guerra contra las tropas napoleónicas. El dato para José Miguel no podía pasar desapercibido de ningún modo a pesar de su ausencia: según las crónicas, en aquellos días de mayo del año diez, el todavía gobernador García Carrasco había detenido a tres notables chilenos por tener evidencias firmes de que estaba todo preparado para formar una junta “para seguir los pasos de Buenos Aires”.
Sin duda se trata de una estrategia narrativa y política fascinante, por medio de la cual José Miguel se incluía de lleno en el proceso político disparado en 1810 y a través de la cual no sólo asociaba, sino que ponía en plano de igualdad los procesos insurgentes de ambos lados de los Andes, pretendía eludir el supuesto retraso de constitución de la primera junta de gobierno en Chile con relación a otros bastiones sudamericanos y justificaba decididamente la necesidad de acciones coordinadas, no de subordinación, en la conducción de la guerra contra los realistas. En otras palabras, la alteración realizada por José Miguel respondía concretamente a las coordenadas de un momento político que modificó de cuajo su posición relativa al interior de las élites revolucionarias, y la de todo un orden social y político destinado a languidecer en beneficio de la nueva legitimidad republicana.
Carrera no dudó en ubicar 1810 como punto de
partida de un nuevo tiempo político y del sentido fundacional atribuido al acto
soberano de instalación de la Primera Junta patriótica que desconoció la cadena
de autoridad política hasta entonces aceptada como legítima.
Esa convicción de
estar viviendo un tiempo revolucionario, de “renegación política”, radicalmente
distinto al de sus antepasados, no era independiente de otra convicción no menos
importante. A los ojos de José Miguel Carrera, ese momento de ruptura, si
reconocía la unidad de un proceso general que era americano, no podía eludir la
especificidad de los experimentos revolucionarios y del lugar que se había
reservado para sí mismo en la “guerra de la revolución chilena".
El Tribunal militar se reunió un
3 de septiembre, a las 11 de la mañana. Siete tenientes coroneles de milicias
firmaron la sentencia de Carrera, Benavente y Felipe Álvarez después de
escuchar la acusación del fiscal amparada en la rígida legislación militar
inspirada en el antiguo derecho penal español que sumaba a la pena capital, la
dispersión de sus miembros. La notoriedad de los crímenes cometidos relevaba
cualquier tipo de prueba: ninguno de los defensores propuestos por los reclusos
aceptó la defensa. Carrera entonces asumió la propia dando lugar a una larga
argumentación que concluyó recordando:
“su contienda no es con Chile y su nación, que su bandera es tricolor, no el sol de la Plata ni la cinta encarnada de la Federación”.
El 4 de septiembre fue el día elegido para la ejecución; notificado de la decisión, José Miguel pidió hablar con el cura Peña (el confesor de su suegra que había permanecido en la ciudad) para comunicarle asuntos familiares, gracia que no le fue concedida. Entonces solicitó papel y tintero para despedirse de su esposa y anunciarle su trágico final desde el sótano de la cárcel de Mendoza. Sabía que iba a morir a las 11 de la mañana, lamentando dejarla abandonada con cinco hijos, “en un país extraño, sin amigos, sin relaciones, sin recursos”.
Una hora después se presentaron dos carceleros, el negro Lorenzo Barcala que dirigía un cuerpo de cívicos, y el alguacil Correa, quienes le anunciaron que su hora había llegado. Pidió entonces, terminar su carta bajo el compromiso de no ofrecer resistencia alguna, y allí escribió entre sus papeles de viaje: “En este momento muere José Miguel Carrera”.
“su contienda no es con Chile y su nación, que su bandera es tricolor, no el sol de la Plata ni la cinta encarnada de la Federación”.
El 4 de septiembre fue el día elegido para la ejecución; notificado de la decisión, José Miguel pidió hablar con el cura Peña (el confesor de su suegra que había permanecido en la ciudad) para comunicarle asuntos familiares, gracia que no le fue concedida. Entonces solicitó papel y tintero para despedirse de su esposa y anunciarle su trágico final desde el sótano de la cárcel de Mendoza. Sabía que iba a morir a las 11 de la mañana, lamentando dejarla abandonada con cinco hijos, “en un país extraño, sin amigos, sin relaciones, sin recursos”.
Una hora después se presentaron dos carceleros, el negro Lorenzo Barcala que dirigía un cuerpo de cívicos, y el alguacil Correa, quienes le anunciaron que su hora había llegado. Pidió entonces, terminar su carta bajo el compromiso de no ofrecer resistencia alguna, y allí escribió entre sus papeles de viaje: “En este momento muere José Miguel Carrera”.
A esta
altura, la plaza y las bocacalles estaban repletas de gente mientras la hilera
de infantería y los escuadrones vencedores de Punta del Médano formaban la
retaguardia.
El “populacho” furioso y exaltado se agolpaba en las calles y las familias principales contemplaban el espectáculo desde las azoteas de sus casas. Un confuso bullicio acompañó al séquito de ajusticiados cuando salieron de sus celdas engrillados: primero iba el cabo Monroy inmerso en pánico, le seguían el cordobés Felipe Álvarez; Carrera iba al final vestido con uniforme de húsar con la chaqueta verde que lo distinguía como caballero de la plebe y que lo había acompañado en Cañada de la Cruz, gorra de campaña, y su fino poncho blanco que le había obsequiado su hermana Javiera. Su vestuario era correlativo a la actitud “erguida y altiva” con la que se dirigía al patíbulo. De pronto, el grito de una mujer apostada en la galería superior de la cárcel se distinguió entre los insultos que lo tenían como principal destinatario:
“Ahí va el montonero… ¡Facineroso!… ¡Ladrón chileno!... ¡Asesino de Morón!”.
A lo que el condenado respondió en voz alta:
-¡Pueblo bárbaro! ¿Dónde se ha visto que las señoras se presenten de esta manera en tales espectáculos?
El “populacho” furioso y exaltado se agolpaba en las calles y las familias principales contemplaban el espectáculo desde las azoteas de sus casas. Un confuso bullicio acompañó al séquito de ajusticiados cuando salieron de sus celdas engrillados: primero iba el cabo Monroy inmerso en pánico, le seguían el cordobés Felipe Álvarez; Carrera iba al final vestido con uniforme de húsar con la chaqueta verde que lo distinguía como caballero de la plebe y que lo había acompañado en Cañada de la Cruz, gorra de campaña, y su fino poncho blanco que le había obsequiado su hermana Javiera. Su vestuario era correlativo a la actitud “erguida y altiva” con la que se dirigía al patíbulo. De pronto, el grito de una mujer apostada en la galería superior de la cárcel se distinguió entre los insultos que lo tenían como principal destinatario:
“Ahí va el montonero… ¡Facineroso!… ¡Ladrón chileno!... ¡Asesino de Morón!”.
A lo que el condenado respondió en voz alta:
-¡Pueblo bárbaro! ¿Dónde se ha visto que las señoras se presenten de esta manera en tales espectáculos?
Un testigo apuntó en su correspondencia que cuando el cura Lamas lo invitó a empeñarse por su vida y pedir perdón por sus ofendas y pecados, Carrera había respondido que prefería “morir a vivir con ignominia y abatimiento”. El cura insistió en que muriera por los derechos de la religión, a lo que respondió en alta voz que moría por los “derechos de su patria”.
Al igual que sus hermanos, pidió morir de pie y con los ojos descubiertos. Se quitó el poncho y lo entregó al cura Peña junto con su reloj para que llegara a manos de su único hijo varón nacido durante su travesía cordobesa, a quien no pudo conocer. Luego se sentó en el banquillo, se llevó la mano derecha al pecho, gritó “¡Muero por la libertad de América!” y pidió a los soldados que hicieran la descarga. ...dos balas dieron en su frente, y otras dos le llegaron al corazón.
El irlandés Yates dejó testimonio del procedimiento efectuado con su cadáver que emulaba los pasos de su antiguo amigo y aliado entrerriano, Francisco Ramírez, Jefe Supremo de la República de Entre Ríos.
“Cortáronle la cabeza y el brazo derecho.
El cuerpo lo entregaron a la suegra y fue enterrado junto a sus hermanos.
...
La cabeza fue exhibida en el cabildo y el brazo colgado bajo el reloj del mismo edificio”.
Dijiste libertad antes que nadie,
cuando el susurro iba de piedra en piedra
escondido en los paríos, humillado
Dijiste libertad antes que nadie.
Liberaste al hijo del esclavo.
Iban como la sombra mercaderes
vendiendo sangre de mares extraños.
Liberaste al hijo del esclavo.
Pablo Neruda, Episodio XXIV, del Canto General (1950)
El Mito
Tras su espantosa ejecución en Mendoza del 4 de septiembre de 1821, el cadáver del General José Miguel Carrera fue desmembrado. La cabeza se colgó en el Cabildo de Mendoza; el brazo derecho fue suspendido como advertencia en la Plaza de San Luis, y el izquierdo fue regalado como trofeo para el pueblo de San Juan. El resto de su cuerpo fue entregado al Claustro de la Caridad, donde se les dio sepultura en el mismo cementerio en que descasaban los hermanos Juan José y Luis Carrera.
Tras la macabra entretención con las partes del cuerpo, cuyanos partidarios de Carrera y algunos chilenos residentes en Mendoza se robaron su cabeza y la mandaron clandestinamente a Chile. Este cráneo habría llegado hasta El Paico, a la capilla de la hacienda de un amigo de la familia Carrera, donde se convirtió en un objeto de culto y resguardo para sus admiradores.
Doña Javiera Carrera se enteró del nuevo crimen estando ahora en Montevideo. Se negaba a regresar a Chile mientras gobernara O’Higgins y la Logia, a quienes responsabilizaba de todo lo sucedido. Una vez que aquél abdica en 1824, la heroína retorna a su patria, tras diez años ausente e inicia, las gestiones para recuperar los cuerpos de sus tres hermanos asesinados, desde su lugar en la hacienda en El Monte.
El 24 de marzo de 1828, por una iniciativa del diputado Manuel Magallanes Otero, se aprobó un decreto para repatriar los restos de los héroes. Cinco días después se creó una comisión especial para exhumar los cuerpos en Mendoza. Tras llegar a la ciudad el día 16 de abril de 1828, el sepulturero del Cementerio de la Caridad, llamado Tomasito, dijo conocer el lugar donde habían sido enterrados los cuerpos de Juan José y Luis Carrera. En cambio los restos de José Miguel, estaban revueltos con los de sus amigos también ejecutados en esa negra mañana. El mismo día de la inhumación, 19 de abril 1828, los restos fueron objeto de una ceremonia de expiación en la Iglesia de San Francisco.
Sin embargo, un cráneo que acompañaba también al cuerpo de don José Miguel fue recibido por doña Javiera cuando le llegaron los cuerpos exhumados. Este cráneo tenía una particular tapadura de oro, con un procedimiento casi desconocido en Chile en esos años y se presumió que se lo habría hecho el héroe en su paso por los Estados Unidos. Los comisionados también habían actuado con esta celeridad e impaciencia ante la urgencia de volver luego por la cordillera, antes de iniciadas las nevazones.
El 13 de junio de 1828, se recibieron los cuerpos de los Carrera en la desaparecida Iglesia de San Miguel Arcángel de la Compañía de Jesús, donde tuvieron lugar las exequias oficiales al día siguiente. La ceremonia tuvo una enorme concurrencia, que llenó las cuadras de todo el entorno del templo trágicamente quemado en 1863.
Los hermanos fueron colocados bajo una estructura piramidal de cortinajes, donde se escribió lo siguiente:
"LA PATRIA A LOS CARRERA
AGRADECIDA DE SUS SERVICIOS
COMPADECIDA DE SUS DESGRACIAS"
Los cuerpos fueron sepultados en una fosa del Cementerio General, siendo trasladados luego hasta el sector aledaño a la capilla del camposanto. A los pocos años, se produjeron importantes remodelaciones del recinto que obligaron a cambiar de lugar sus reposos, a las dependencias de la Iglesia de la Recoleta Dominicana.
Posteriormente, los restos de los tres hermanos fueron sepultados en la cripta de la Catedral de Santiago, trasladados también como la tumba de don Diego Portales. Allí permanecen hasta hoy, aunque no se sabe con total exactitud el lugar preciso donde están los cuerpos en ese sector de la Catedral.
Al descanso de los hermanos Carrera varones, se le sumaría doña Javiera, en 1862. Entonces, se instaló una vistosa placa con la siguiente inscripción:
El 8 de junio de 1952, se inauguró en el mismo lugar del templo un gran altar de granito y mármol en memoria de los hermanos Carrera, en solemne ceremonia dirigida en la Catedral de Santiago. Pero el culto a la mentira y a la castración histórica intentó imponerse otra vez: por razones más bien políticas, esta pieza fue destruida en septiembre de 1987, por orden del deán encargado de la Conservación de la Iglesia.
El altar desmantelado, fue recuperado y actualmente está reconstruido e incompleto en el jardín del Instituto de Investigaciones Históricas General José Miguel Carrera, (Avda. Fco. Bilbao - Santiago de Chile)
Altar de la cripta de los Hermanos Carrera, antes de ser retirado y destruido |
A pesar de la castración histórica, Chile intenta redescubrir, el valor de José Miguel Carrera y de sus hermanos. Esa camada de chilenos que dieron a Chile el impulso decisivo de la Independencia.
NUESTRO PRIMER PRESIDENTE
Don José Miguel Carrera
nos dio una constitución
con patria, escudo y bandera.
Con el laurel glorioso
sobre la frente
y a redimir la Patria
llegó valiente.
Llegó valiente, sí
fue su coraje
que terminó tres siglos
de coloniaje
Carrera fue el primero
y el verdadero.